Una tarde de septiembre conocí a mi cactus. Llevaba mucho tiempo caminando sola y aunque
lo que me rodeaba parecía desértico, no había lugar para que la soledad ahondara.
Estaba a gusto con mí andar en este mundo. Sin embargo, esa tarde, me tope en mi camino
con mi cactus. Tenía un color verdoso agradable. No sabía si acariciarlo o solo pasar a lado
de él y seguir con mí andar. Me decidí a detener mi camino, a mirarlo, a contemplarlo. Lo
acaricie solo un poco. Tenía espinas muy pequeñas que pasaban desapercibidas. No
lastimaban cuando mi piel las rozaba. Seguí avanzando, siguiendo mi camino para llegar a
donde tenía planeado cuando emprendí mi andar a aquel lugar desconocido para mí en ese
entonces. Seguí, pero ahora ya no iba sola, lo llevaba conmigo, nos volvimos inseparables.
En las noches dormía conmigo. Todos los días seguía acariciándolo, pues cuando lo hacia
sus espinas se ponían más afiladas y sus puntas desprendían un brillo que lo hacía ver
esponjoso y una apariencia que atraía. Pasaron los días, los meses, y sin darme cuenta las
espinas de mi cactus habían cambiado tanto. Ahora acariciarlo ya no era ideal de calmante,
reconfortante al hacerlo. Pues ahora cuando lo hacía, cuando rozaba mi piel al tocarlo,
raspaban, lastimaban, pero inevitable dejar de hacerlo. Hubo dos veces en que decidí aislarme
de él, pero siempre terminaba por ceder a acariciarlo otra vez creyendo que sus espinas no
volverían a hacerlo y cada vez era más doloroso. Decidí soltar a mi cactus. Pues ya no solo
eran caricias, sino que lo abrazaba con mí ser. Deje de cuidarme por cuidar de mi cactus, lo
abrace tanto que no me percate de cuantas espinas se incrustaban de a poco.
Esa mañana que decidí soltarlo, me mire al espejo y me di cuenta de cuantas espinas
incrustadas tenía en todo mi ser. Unas más profundas que otras que me hicieron sangrar y no
me di cuenta. Las sentía, sentía el dolor que me causaban. Sin embargo, el daño fue tan sutil,
avanzaba paulatinamente. Tenía miedo de soltarlo por lo que podría sentir. Me había
acostumbrado tanto a su compañía que olvide lo que era caminar sola. Pensaba en ello y me inundaba el temor. Pese a eso, cuando lo hice, me di cuenta de que el daño crecía y lo
seguiría haciendo si no lo hubiese soltado, si lo hubiese seguido abrazando a ojos cerrados, se
irían incrustando cada vez más aquellas espinas que ahora ya eran duras y filosas, ya no eran
suaves, ni casi invisibles, ya no tenían la apariencia de aquella tarde de septiembre.
Deje a mi cactus y me mire a mi después de mucho tiempo , aunque dañada, sangrada, con
cicatrices y con heridas recientes a flor de piel que duelen con solo rozarlas con las yemas de
la memoria, seguí mi camino, seguí mi andar tratando de recordar lo que me hizo emprender
mi caminar.
Solté a mi cactus, me despedí con una caricia sutil y amorosa. Le agradecí por su compañía
este tiempo, por las noches en que cuido de mi cuando el viento azotaba a mi ventana, él
estaba ahí para detenerla y no se abriera, evitando que que algo pudiera entrar y asustarme o
dañarme. Le agradecí por aquellas tardes que caminamos y descansamos juntos mirando el
atardecer. Solté a mi cactus.
Poco a poco he ido arrancándome una a una sus espinas que me dejo, sé que quedaran las
cicatrices, pero mi cactus ya no me dejara más espinas que me hagan llorar noches enteras.
Solté a mi cactus porque si no lo hacía, sus espinas irían cada vez más profundo. Solté a mi
cactus para no seguir cayéndome a pedazos de poco. Fue un momento efímero que se volvió
infinito pero debía soltar a mi cactus.
Yoelin Gonzalez
22 años
México